Entre las aguas
I
El mar nunca me gustó. Con sus abrazos fríos y sus rítmicos jadeos, siempre dejó en mí una sensación de desasosiego y de miedo. Siempre me incomodaron su silencio y sus golpeteos continuos. Pero íbamos allí, no sé por qué extrañas circunstancias, repetíamos la visita una y otra vez, fascinados ante la inmensidad gris de la muerte que se extendía a nuestros pies. Los seres humanos insistimos hasta el cansancio en todas las acciones de nuestra vida. Luis tenía que saber que yo no quería ir allí: tenía muchos recuerdos y me resultaría más doloroso decirle que teníamos que dejar de vernos. La experiencia, vital y necesaria, de nuestros encuentros clandestinos estaba en el límite de lo razonable: César pronto se enteraría por alguno de sus amigos y no era hombre de andarse con juegos. Yo tampoco quería prolongar lo que nunca debió ser nada más que un pasatiempo. Y luego estaba lo más importante: los niños. Si César sospechaba algo, se iría con ellos y eso sería más de lo que estaba dispuesta a soportar.
Aquel era un día especialmente frío: la niebla caía con espeluznante precisión sobre el paisaje invernal y ponía vendajes de gasas blancas a nuestros ojos. El sol desparramó unos tristes rayos por aquella cubierta iridiscente y le ofreció su luz. La proximidad de las aguas añadía una nota de dolor a las cárdenas rocas, altas y suaves como manos abiertas. Luis paseaba despacio, se detenía a veces, y volvía a reanudar su caminar cansino e impotente. Me miraba a ratos, como si se despidiese. Empezaba a sentirme culpable.
Y la culpabilidad es algo terrible porque no te deja pensar ni sentir. Yo siempre creí que no había nada más que un poco de comunicación entre los dos; nuestras uniones anteriores estaban cargadas de monótonos y repetitivos paseos por el centro de la vida. Queríamos rescatar algo de aquella juventud, que se nos fue en un soplo, con las brasas de un juego de amor, quisimos andar por el borde del acantilado pero en ningún momento nos prometimos nada, ni nada nos pedimos. Éramos los dos solos. De vez en cuando nos encontrábamos en los umbrales de la desesperanza, cuando las horas nos pesaban como animales muertos, cuando hablábamos solos y nos asomábamos al balcón de los años con la amargura del tiempo perdido, el que no encuentra nadie, el que de nada sirve. Y éramos los dos solos en esos momentos de luz agonizante. Tomábamos nuestras manos como un naúfrago coge una tabla, para salvarnos.
Yo huía de César, de sus cálculos fríos, de su amor quieto y sombrío. Toda mi vida estaba escrita por él, nada escapaba a su control rutinario. Estaba totalmente perdida en las páginas blancas de un cuaderno que nada tendría escrito. Me asustaba pensar en el vacío en el que tanto tiempo había estado dando vueltas. Me buscaba en tus ojos, en tu mirada ardiente, y pensaba que, otra vez, era joven, y mi vida podría salir de las tinieblas de la noche. Yo sola me engañaba. No te encontré en mis sueños, no te encontré en mi vida. Tu corazón estaba tan dormido como el mío, tan muerto y sin sentido . ¿Qué esperábamos de dos soledades que se encuentran?. El resultado no podía ser otro que una soledad mayor, devastadora, de esas que corrompen el alma y minan los cimientos de la tierra. Pronto nos dimos cuenta.
II
La soledad del hombre puede ser tan extensa como el mundo, un universo entero que aplasta nuestras vidas. Cuando Luis intuyó esa niebla negra que los estaba envolviendo intentó, más que nunca, aferrarse a la nada, coger con las dos manos los jirones de ausencia que les iban tiñendo el corazón de negro. Quiso a Paula con locura, con inocente pasión, con desenfrenado deseo. Quiso a la mujer como si fuesen los últimos restos de su vida. Y terminó convenciéndose ello. Pero ahora ella quería dejarlo, había dicho algo de que las aguas debían correr libres, de sus hijos y de no hacer daño a los otros.
¿Qué otros?. ¿Acaso Laura iba a sufrir por él?. No, ella tenía bastante con sus amigas, sus amigos esporádicos, sus sesiones de gimnasia y sus tertulias. Hacía mucho tiempo que su mirada lo traspasaba, era transparente para los ojos de Laura. De vez en cuando se entregaban el uno al otro pero cada cual estaba en su madriguera, escondiendo en la noche la voluntad de ser, pensando en otras cosas. El amor y el deseo habían desaparecido con su vida en común, se arrastraban por los túneles de la convivencia social, escondían sus bostezos entre los pliegues de una sonrisa hipócrita. Y él, siempre tan adolescente, volvía a tener sus diecisiete años cuando Paula lo admiraba y se sentía querido e importante.
Caminaba despacio entre las rocas resbaladizas y peligrosas del acantilado. Una vez, la primera vez que trajo a Paula a este trozo de mar, ella se asustó. Le dio vértigo la escarpada espalda de la casa marina. Pero después, cuando ya habían llegado hasta arriba, su risa cristalina resonó por todos los rincones de las piedras antiguas y saladas. Esta tarde, con el ocaso del sol, las rocas relucían cárdenas y silenciosas, con sus bocas milenarias abiertas al abismo. Paula caminaba despacio, silenciosa. De vez en cuando lo miraba y forzaba una sonrisa triste. Quería hablar con él.
- ¿Por qué no paramos aquí?- gritó Paula.
- No, quiero que subamos a la casa- le respondió Luis.
Paula suspiró y siguió subiendo con la cara seria y preocupada. Luis sonreía. Pensaba en la tristeza de Paula, en su callado caminar. Ella, que hablaba y hablaba, se emborrachaba hablando y escuchando. Ella, que nunca callaba, que siempre tenía que buscar explicaciones a todo, ahora evitaba mirarlo y nada le decía.
Las rocas se hacían más escarpadas. Vio cómo Paula fruncía el ceño, sus sandalias se enganchaban en las aristas de piedra y le hacían pequeños cortes. Pero nada decía. Quizá se estaba dando cuenta de que iban por otro camino, un camino nuevo, virgen, sin utilizar desde hace mucho tiempo. Era un camino que llevaba a unos parajes subterráneos, llenos de pozos y oscuridad, que su hermano y él habían explorado de niños. Se ganaron un buen castigo una vez cuando un amigo cayó en un hoyo abierto en la negrura y su padre y los vecinos tuvieron que venir a rescatarlo. Pero ellos siguieron frecuentando el vértigo de lo prohibido, la fascinación del peligro. Cuando se hicieron mayores, a veces, recordaban aquellos tiempos con un escalofrío. Podían haberse matado en una de aquellas excursiones.
Paula miraba hacia delante: Lo buscaba con nerviosismo y cada vez caminaba más despacio. Debía estar cansada e impaciente. No sabía lo que le esperaba. Le había preparado un final para salir de aquel callejón sin salida, como decía ella. Claro que había una puerta abierta, nunca la vida apretaba tanto a una mujer como ella: estaba aburrida la alegre e inconformista Paula. Ahora se aburría de él como antes se había aburrido de César, aunque ese era su marido y ella se sometía a la sociedad y a sus exigencias, aunque pusiera de excusa a sus hijos. Pero Luis no se lo iba a permitir. La soledad de la noche y el rugido del mar acompañarían a Paula hasta el espanto, hasta el último minuto de su vida.
Recordaba exactamente dónde se había caído aquel amigo de la infancia, porque había vuelto muchas veces allí, fascinado ante el pozo profundo de la cueva. Una persona sola jamás podría salir de allí, sacudida por la oscuridad y la cortante humedad de las rocas que emparedaban el hoyo.
- Pero, ¿por dónde vamos?. Se está haciendo de noche.
Luis encendió una linterna y se volvió:
- Vamos hacia la casa. Yo pensaba atajar por este lado pero no sé... creo que no se ahorra nada de tiempo. Dame tu mano.
Paula le tendió una mano fría y temblorosa. Cuando Luis miró hacia delante vio la boca negra de la sima que engullía, temporalmente, las rocas y el cielo en un tenebroso manto de humedad y ruido ensordecedor. El mar golpeaba con fuerza, como si quisiera advertir a Paula que, cansada y dolorida, miraba, casi sin ver, con los ojos espantados y la boca contraída en un mohín de llanto.
- Oye....
- - Tranquila, ya casi llegamos.
Luis le habló con dulzura y con inusitada ternura le acarició la mejilla. La noche se extendía con rapidez y las nubes empezaron a soltar su carga de agua a la vez que las lágrimas le resbalaban a Paula por las mejillas. Y eran los dos solos en la soledad de la noche.
III
Es terrible que las cosas que empiezan siendo hermosas siempre tengan un final desagradable. Pero los seres humanos repetimos el ciclo de la vida: nacer, vivir y morir. Así también los sentimientos nacen y mueren. No sabemos si viven o si los mantenemos encendidos con las fuerzas de nuestra pasión. Cuando nos dimos cuenta de que la aventura que Luis y yo teníamos podía traernos más de un disgusto, ninguno dijimos nada, pero sopesamos, estoy segura de que él también, si merecía la pena. Y llegamos a la conclusión de que no. Muchas veces lo hablamos: Estaba bien lo nuestro porque no nos exigía ataduras, no teníamos que fingir. Nos reuníamos cuando queríamos hablar o hacer el amor. Y nos despedíamos, alegres y sinceros hasta el límite.
- Si te apetece, me llamas.
- Lo mismo te digo.
Y las risas subían hasta el cielo. El aire se apuntaba los besos que se daban sin voluntad de ser eternos, sino fugaces. No importaba la voz de la conciencia despertando en la noche. Era lo natural. El camino sin prisa, la quietud de un momento compartido, lejos del aburrimiento de todos los días. Y es que el ser humano tiene que poder elegir estos momentos para apreciar el mundo. Y así nos convencíamos. Soledad sobre soledad, sólo podía conducirnos al camino más solo entre las sombras.
Yo también recuerdo este lugar. Cuando Luis dormía he salido muchas mañanas a desentumecer mis piernas y a descubrir nuevos lugares, ocultos a la mayoría de las gentes. Luis ha vivido aquí pero apenas conoce los alrededores. Yo sí que los conozco. En interminables madrugadas los he hecho míos, los he ido amando poco a poco. Son senderos de nadie, que el mar borra una y otra vez, y después vuelve a restituirlos. Esa cueva es inmensa, llena de agujeros y de trampas. ¿Sabrá Luis por dónde camina?. Veo su mirada feroz y su sonrisa siniestra. De vez en cuando se vuelve y se asegura de que lo sigo. Él también, como César, necesita someter a la gente. Uno planifica mi vida y el otro somete lo que queda: la soledad, la angustia, la rutina. No existe nada por lo que merezca la pena luchar. La desesperación está subiendo los peldaños por mi mente, el ruido del agua se hace ensordecedor.
Luis me tiende la mano: Será mucho más fácil. Me sonríe y leo en su mirada el candor de otros tiempos. Su dedo en mi mejilla está lleno de ternura. Pero llegan las sombras y es demasiado tarde.
Estamos en el pozo, en el agujero profundo que las aguas y el tiempo han ido construyendo poco a poco. Luis se para un instante ante el hoyo sin fondo de la noche. Su grito, de pronto, resuena por encima del rugido del agua. Apenas tengo tiempo de soltar su mano. Todo un mundo se sombras se precipita en el estruendo de la noche.
I
El mar nunca me gustó. Con sus abrazos fríos y sus rítmicos jadeos, siempre dejó en mí una sensación de desasosiego y de miedo. Siempre me incomodaron su silencio y sus golpeteos continuos. Pero íbamos allí, no sé por qué extrañas circunstancias, repetíamos la visita una y otra vez, fascinados ante la inmensidad gris de la muerte que se extendía a nuestros pies. Los seres humanos insistimos hasta el cansancio en todas las acciones de nuestra vida. Luis tenía que saber que yo no quería ir allí: tenía muchos recuerdos y me resultaría más doloroso decirle que teníamos que dejar de vernos. La experiencia, vital y necesaria, de nuestros encuentros clandestinos estaba en el límite de lo razonable: César pronto se enteraría por alguno de sus amigos y no era hombre de andarse con juegos. Yo tampoco quería prolongar lo que nunca debió ser nada más que un pasatiempo. Y luego estaba lo más importante: los niños. Si César sospechaba algo, se iría con ellos y eso sería más de lo que estaba dispuesta a soportar.
Aquel era un día especialmente frío: la niebla caía con espeluznante precisión sobre el paisaje invernal y ponía vendajes de gasas blancas a nuestros ojos. El sol desparramó unos tristes rayos por aquella cubierta iridiscente y le ofreció su luz. La proximidad de las aguas añadía una nota de dolor a las cárdenas rocas, altas y suaves como manos abiertas. Luis paseaba despacio, se detenía a veces, y volvía a reanudar su caminar cansino e impotente. Me miraba a ratos, como si se despidiese. Empezaba a sentirme culpable.
Y la culpabilidad es algo terrible porque no te deja pensar ni sentir. Yo siempre creí que no había nada más que un poco de comunicación entre los dos; nuestras uniones anteriores estaban cargadas de monótonos y repetitivos paseos por el centro de la vida. Queríamos rescatar algo de aquella juventud, que se nos fue en un soplo, con las brasas de un juego de amor, quisimos andar por el borde del acantilado pero en ningún momento nos prometimos nada, ni nada nos pedimos. Éramos los dos solos. De vez en cuando nos encontrábamos en los umbrales de la desesperanza, cuando las horas nos pesaban como animales muertos, cuando hablábamos solos y nos asomábamos al balcón de los años con la amargura del tiempo perdido, el que no encuentra nadie, el que de nada sirve. Y éramos los dos solos en esos momentos de luz agonizante. Tomábamos nuestras manos como un naúfrago coge una tabla, para salvarnos.
Yo huía de César, de sus cálculos fríos, de su amor quieto y sombrío. Toda mi vida estaba escrita por él, nada escapaba a su control rutinario. Estaba totalmente perdida en las páginas blancas de un cuaderno que nada tendría escrito. Me asustaba pensar en el vacío en el que tanto tiempo había estado dando vueltas. Me buscaba en tus ojos, en tu mirada ardiente, y pensaba que, otra vez, era joven, y mi vida podría salir de las tinieblas de la noche. Yo sola me engañaba. No te encontré en mis sueños, no te encontré en mi vida. Tu corazón estaba tan dormido como el mío, tan muerto y sin sentido . ¿Qué esperábamos de dos soledades que se encuentran?. El resultado no podía ser otro que una soledad mayor, devastadora, de esas que corrompen el alma y minan los cimientos de la tierra. Pronto nos dimos cuenta.
II
La soledad del hombre puede ser tan extensa como el mundo, un universo entero que aplasta nuestras vidas. Cuando Luis intuyó esa niebla negra que los estaba envolviendo intentó, más que nunca, aferrarse a la nada, coger con las dos manos los jirones de ausencia que les iban tiñendo el corazón de negro. Quiso a Paula con locura, con inocente pasión, con desenfrenado deseo. Quiso a la mujer como si fuesen los últimos restos de su vida. Y terminó convenciéndose ello. Pero ahora ella quería dejarlo, había dicho algo de que las aguas debían correr libres, de sus hijos y de no hacer daño a los otros.
¿Qué otros?. ¿Acaso Laura iba a sufrir por él?. No, ella tenía bastante con sus amigas, sus amigos esporádicos, sus sesiones de gimnasia y sus tertulias. Hacía mucho tiempo que su mirada lo traspasaba, era transparente para los ojos de Laura. De vez en cuando se entregaban el uno al otro pero cada cual estaba en su madriguera, escondiendo en la noche la voluntad de ser, pensando en otras cosas. El amor y el deseo habían desaparecido con su vida en común, se arrastraban por los túneles de la convivencia social, escondían sus bostezos entre los pliegues de una sonrisa hipócrita. Y él, siempre tan adolescente, volvía a tener sus diecisiete años cuando Paula lo admiraba y se sentía querido e importante.
Caminaba despacio entre las rocas resbaladizas y peligrosas del acantilado. Una vez, la primera vez que trajo a Paula a este trozo de mar, ella se asustó. Le dio vértigo la escarpada espalda de la casa marina. Pero después, cuando ya habían llegado hasta arriba, su risa cristalina resonó por todos los rincones de las piedras antiguas y saladas. Esta tarde, con el ocaso del sol, las rocas relucían cárdenas y silenciosas, con sus bocas milenarias abiertas al abismo. Paula caminaba despacio, silenciosa. De vez en cuando lo miraba y forzaba una sonrisa triste. Quería hablar con él.
- ¿Por qué no paramos aquí?- gritó Paula.
- No, quiero que subamos a la casa- le respondió Luis.
Paula suspiró y siguió subiendo con la cara seria y preocupada. Luis sonreía. Pensaba en la tristeza de Paula, en su callado caminar. Ella, que hablaba y hablaba, se emborrachaba hablando y escuchando. Ella, que nunca callaba, que siempre tenía que buscar explicaciones a todo, ahora evitaba mirarlo y nada le decía.
Las rocas se hacían más escarpadas. Vio cómo Paula fruncía el ceño, sus sandalias se enganchaban en las aristas de piedra y le hacían pequeños cortes. Pero nada decía. Quizá se estaba dando cuenta de que iban por otro camino, un camino nuevo, virgen, sin utilizar desde hace mucho tiempo. Era un camino que llevaba a unos parajes subterráneos, llenos de pozos y oscuridad, que su hermano y él habían explorado de niños. Se ganaron un buen castigo una vez cuando un amigo cayó en un hoyo abierto en la negrura y su padre y los vecinos tuvieron que venir a rescatarlo. Pero ellos siguieron frecuentando el vértigo de lo prohibido, la fascinación del peligro. Cuando se hicieron mayores, a veces, recordaban aquellos tiempos con un escalofrío. Podían haberse matado en una de aquellas excursiones.
Paula miraba hacia delante: Lo buscaba con nerviosismo y cada vez caminaba más despacio. Debía estar cansada e impaciente. No sabía lo que le esperaba. Le había preparado un final para salir de aquel callejón sin salida, como decía ella. Claro que había una puerta abierta, nunca la vida apretaba tanto a una mujer como ella: estaba aburrida la alegre e inconformista Paula. Ahora se aburría de él como antes se había aburrido de César, aunque ese era su marido y ella se sometía a la sociedad y a sus exigencias, aunque pusiera de excusa a sus hijos. Pero Luis no se lo iba a permitir. La soledad de la noche y el rugido del mar acompañarían a Paula hasta el espanto, hasta el último minuto de su vida.
Recordaba exactamente dónde se había caído aquel amigo de la infancia, porque había vuelto muchas veces allí, fascinado ante el pozo profundo de la cueva. Una persona sola jamás podría salir de allí, sacudida por la oscuridad y la cortante humedad de las rocas que emparedaban el hoyo.
- Pero, ¿por dónde vamos?. Se está haciendo de noche.
Luis encendió una linterna y se volvió:
- Vamos hacia la casa. Yo pensaba atajar por este lado pero no sé... creo que no se ahorra nada de tiempo. Dame tu mano.
Paula le tendió una mano fría y temblorosa. Cuando Luis miró hacia delante vio la boca negra de la sima que engullía, temporalmente, las rocas y el cielo en un tenebroso manto de humedad y ruido ensordecedor. El mar golpeaba con fuerza, como si quisiera advertir a Paula que, cansada y dolorida, miraba, casi sin ver, con los ojos espantados y la boca contraída en un mohín de llanto.
- Oye....
- - Tranquila, ya casi llegamos.
Luis le habló con dulzura y con inusitada ternura le acarició la mejilla. La noche se extendía con rapidez y las nubes empezaron a soltar su carga de agua a la vez que las lágrimas le resbalaban a Paula por las mejillas. Y eran los dos solos en la soledad de la noche.
III
Es terrible que las cosas que empiezan siendo hermosas siempre tengan un final desagradable. Pero los seres humanos repetimos el ciclo de la vida: nacer, vivir y morir. Así también los sentimientos nacen y mueren. No sabemos si viven o si los mantenemos encendidos con las fuerzas de nuestra pasión. Cuando nos dimos cuenta de que la aventura que Luis y yo teníamos podía traernos más de un disgusto, ninguno dijimos nada, pero sopesamos, estoy segura de que él también, si merecía la pena. Y llegamos a la conclusión de que no. Muchas veces lo hablamos: Estaba bien lo nuestro porque no nos exigía ataduras, no teníamos que fingir. Nos reuníamos cuando queríamos hablar o hacer el amor. Y nos despedíamos, alegres y sinceros hasta el límite.
- Si te apetece, me llamas.
- Lo mismo te digo.
Y las risas subían hasta el cielo. El aire se apuntaba los besos que se daban sin voluntad de ser eternos, sino fugaces. No importaba la voz de la conciencia despertando en la noche. Era lo natural. El camino sin prisa, la quietud de un momento compartido, lejos del aburrimiento de todos los días. Y es que el ser humano tiene que poder elegir estos momentos para apreciar el mundo. Y así nos convencíamos. Soledad sobre soledad, sólo podía conducirnos al camino más solo entre las sombras.
Yo también recuerdo este lugar. Cuando Luis dormía he salido muchas mañanas a desentumecer mis piernas y a descubrir nuevos lugares, ocultos a la mayoría de las gentes. Luis ha vivido aquí pero apenas conoce los alrededores. Yo sí que los conozco. En interminables madrugadas los he hecho míos, los he ido amando poco a poco. Son senderos de nadie, que el mar borra una y otra vez, y después vuelve a restituirlos. Esa cueva es inmensa, llena de agujeros y de trampas. ¿Sabrá Luis por dónde camina?. Veo su mirada feroz y su sonrisa siniestra. De vez en cuando se vuelve y se asegura de que lo sigo. Él también, como César, necesita someter a la gente. Uno planifica mi vida y el otro somete lo que queda: la soledad, la angustia, la rutina. No existe nada por lo que merezca la pena luchar. La desesperación está subiendo los peldaños por mi mente, el ruido del agua se hace ensordecedor.
Luis me tiende la mano: Será mucho más fácil. Me sonríe y leo en su mirada el candor de otros tiempos. Su dedo en mi mejilla está lleno de ternura. Pero llegan las sombras y es demasiado tarde.
Estamos en el pozo, en el agujero profundo que las aguas y el tiempo han ido construyendo poco a poco. Luis se para un instante ante el hoyo sin fondo de la noche. Su grito, de pronto, resuena por encima del rugido del agua. Apenas tengo tiempo de soltar su mano. Todo un mundo se sombras se precipita en el estruendo de la noche.