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lunes, agosto 20, 2007

Jorge, 21



Sé que no estás tan lejos.
Que tus dedos de pluma sueñan con los espejos
que tiene tu mirada.
Que tu sonrisa basta
para dejar que el mundo prosiga con sus ecos.
Sé que tu voz se hunde
hasta el final del mundo ,
donde el dolor no existe.
Y vuelve a renacer como un clamor inmenso
que brota desde el fondo de la tierra.
En ti viven las risas, el amor y la vida.
Por ti vive el dolor,
la soledad y el miedo:
Sin tu verde mirada todo se perdería
en las bocas enormes de la nada.
Sé que no estás tan lejos,
que respiras el aire que respiro,
y que tienes los ojos llenos de atardeceres.
Espero que la vida no llegue a separarnos
con su acero temible,
porque eres necesario como la brisa suave,
como las lluvias grises,
como el tiempo y el sueño...
Porque eres el amigo que siempre he deseado.



JORGE, felices días. Vive la presencia con la fuerza que tienes dentro y deja que la vida germine a tu alrededor. Siempre .

lunes, agosto 13, 2007

Entre las aguas (I)












El mar nunca me gustó. Con sus abrazos fríos y sus rítmicos jadeos, siempre dejó en mí una sensación de desasosiego y de miedo. Siempre me incomodaron su silencio y sus golpeteos continuos. Pero íbamos allí, no sé por qué extrañas circunstancias, repetíamos la visita una y otra vez, fascinados ante la inmensidad gris de la muerte que se extendía a nuestros pies. Los seres humanos insistimos hasta el cansancio en todas las acciones de nuestra vida. Luis tenía que saber que yo no quería ir allí: tenía muchos recuerdos y me resultaría más doloroso decirle que teníamos que dejar de vernos. La experiencia, vital y necesaria, de nuestros encuentros clandestinos estaba en el límite de lo razonable: César pronto se enteraría por alguno de sus amigos y no era hombre de andarse con juegos. Yo tampoco quería prolongar lo que nunca debió ser nada más que un pasatiempo. Y luego estaba lo más importante: los niños. Si César sospechaba algo, se iría con ellos y eso sería más de lo que estaba dispuesta a soportar.

Aquel era un día especialmente frío: la niebla caía con espeluznante precisión sobre el paisaje invernal y ponía vendajes de gasas blancas a nuestros ojos. El sol desparramó unos tristes rayos por aquella cubierta iridiscente y le ofreció su luz. La proximidad de las aguas añadía una nota de dolor a las cárdenas rocas, altas y suaves como manos abiertas. Luis paseaba despacio, se detenía a veces, y volvía a reanudar su caminar cansino e impotente. Me miraba a ratos, como si se despidiese. Empezaba a sentirme culpable.

Y la culpabilidad es algo terrible porque no te deja pensar ni sentir. Yo siempre creí que no había nada más que un poco de comunicación entre los dos; nuestras uniones anteriores estaban cargadas de monótonos y repetitivos paseos por el centro de la vida. Queríamos rescatar algo de aquella juventud, que se nos fue en un soplo, con las brasas de un juego de amor, quisimos andar por el borde del acantilado pero en ningún momento nos prometimos nada, ni nada nos pedimos. Éramos los dos solos. De vez en cuando nos encontrábamos en los umbrales de la desesperanza, cuando las horas nos pesaban como animales muertos, cuando hablábamos solos y nos asomábamos al balcón de los años con la amargura del tiempo perdido, el que no encuentra nadie, el que de nada sirve. Y éramos los dos solos en esos momentos de luz agonizante. Tomábamos nuestras manos como un naúfrago coge una tabla, para salvarnos.

Yo huía de César, de sus cálculos fríos, de su amor quieto y sombrío. Toda mi vida estaba escrita por él, nada escapaba a su control rutinario. Estaba totalmente perdida en las páginas blancas de un cuaderno que nada tendría escrito. Me asustaba pensar en el vacío en el que tanto tiempo había estado dando vueltas. Me buscaba en tus ojos, en tu mirada ardiente, y pensaba que, otra vez, era joven, y mi vida podría salir de las tinieblas de la noche. Yo sola me engañaba. No te encontré en mis sueños, no te encontré en mi vida. Tu corazón estaba tan dormido como el mío, tan muerto y sin sentido . ¿Qué esperábamos de dos soledades que se encuentran?. El resultado no podía ser otro que una soledad mayor, devastadora, de esas que corrompen el alma y minan los cimientos de la tierra. Pronto nos dimos cuenta.