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domingo, enero 22, 2006

Los pecados azules

"Tenemos un huerto que cultivar: el de la nostalgia"

Cae continuamente la lluvia en las terrazas de la plaza. Las gotas se deslizan, penetrantes y cautas, hasta el suelo, después de un viaje trepidante, lejano y deshabitado. "Como los estertores de la muerte", que decía Daniel, suaves y y repetidos, lentos e implacables en su aullido apagado.
Dolores mira los encendidos carteles de neón y cuenta las luces, cuadriculando, triangulando, formando intrépidos polígonos, en un juego infinito de medidas sin causa. "Para sentar los pies en esta tierra", me decía. Y yo heredé este juego maniático y dulzón que cala mis huesos como la lluvia triste que resbala por los cristales: asperezas del agua palpitantes de angustia en los cristales negros de tus ojos.
Vibran los ojos ciegos de la noche en su secuencia triste. La crisis, casi siempre, se le pasa a Dolores viendo caer el agua: se emborrona su vida, se enturbian los deseos, y el cuento de los años se convierte en repique de rosario. "Es una hoguera abierta que se enciende muy dentro de mis huesos. Sólo el agua la calma". Volverá otra vez a enardecerse cuando llegue la noche y su velo de lunas nos devore el aliento. Todas las noches negras cayendo como gritos en el fondo del pozo, en el amargo pozo donde se fueron a parar aquellas ilusiones del otoño. "Se fueron con los vientos helados de los años, con los senderos monótonos y envolventes de lo tardío".
Tal vez Dolores nunca supo entreabrir su alma ni se dejó acariciar por las gotas de lluvia. Sólo la sombra muerta del agua, ya caída, le aplacaba la sed.
Es el perfil helado de la muerte el que rasgó su vida. Y se sentó a esperarla.